©/2 Daniel Carmona (2020)
Publicado en The Conversation, lunes 1 de junio de 2020
La palabra española “patrimonio” tiene su etimología en el latín patrimonium, sustantivo compuesto de patris (del padre) y onium (recibido) con el que referían a los bienes que se heredan vía paterna, por lo general en el seno de las familias patricias (la clase noble romana). La finalidad de este patrimonio era proporcionar el sustento material que diera continuidad a la estirpe familiar más allá del individuo.
Siglos después, este significado se mantiene y amplía, como evidencia Sebastián de Covarrubias en Tesoro de la lengua castellana o española (1611), quien definía el patrimonio como “lo que el hijo hereda del padre” (fol135v). La posesión de patrimonio era, más allá de su utilidad, un distintivo social de clase. De este modo, su conservación era una obligación, y acrecentarlo un ideal.
Además, acogía aspectos inmateriales, como valores éticos y de comportamiento, que una sociedad o un grupo social consideraba como propios. Estos valores, en consecuencia, les caracterizaban, distinguían y debían ser transmitidos a los descendientes. Por ejemplo el honor, patrimonio del alma en palabras de Calderón de la Barca en El Alcalde de Zalamea.
Del ámbito privado al público
Así pues, el concepto de patrimonio se circunscribía (aún lo hace) a un grupo familiar o de parentesco y siempre al ámbito privado. Sin embargo, en Francia, tras la Revolución de 1789, la palabra equivalente “patrimoine” adquiere un nuevo significado. Comienza a aplicarse a bienes que habían perdido su utilidad original (y por tanto económica), e incluso a otros muchos que carecían de conceptuación como bienes (es decir, de valor reconocido). Pero, sobre todo, este nuevo significado de patrimonio ha modificado sus referentes: ya no tiene como titulares y herederos a individuos o familias, sino a comunidades políticas como pueblos, naciones.
Pero ¿qué bienes eran estos a los que se consideraraba “patrimonio” de un pueblo o una nación? ¿Cuál es su naturaleza? Se trataba de un heterogéneo conjunto de elementos, también denominados “tesoros”, valorados por su acumulación de tiempo (antigüedad), valor artístico y/o relación con el poder político o religioso: colecciones de arte, monumentos y edificios emblemáticos como catedrales, palacios, colecciones de antigüedades, etc.
Del patrimonio material al cultural
Sin embargo, aquel primer conjunto patrimonial, que hoy englobaríamos dentro de la etiqueta de “patrimonio material” de la UNESCO, se quedaría corto en cuanto el concepto de patrimonio fue elevado a valor universal.
El mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial desborda los límites de Occidente. Nuevos Estados-nación de todo el planeta concurren a los asuntos colectivos al desaparecer el colonialismo y se crean organizaciones mundiales como la ONU en las que tratarlos. La escala de este nuevo escenario es todo el planeta y su protagonista es la Humanidad en su conjunto. En consecuencia, el patrimonio debía ser de la Humanidad y no podía ceñirse a lo que la cultura occidental consideraba sus Tesoros.
Este patrimonio de la Humanidad debía extenderse a todos los ámbitos de lo humano, abarcar toda su variedad y complejidad. Una nueva perspectiva, holística diríamos, que requería ampliar el marco conceptual patrimonial hasta que fuera capaz de englobarlo todo, es decir, el de la cultura.
Atributo humano por excelencia y concepto clave de la ciencia antropológica, la cultura se refiere a “ese todo complejo que incluye el conocimiento, el arte, las creencias, la moral, el derecho, la costumbre y cualesquiera hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad”. Así, el patrimonio no podía ser sino “cultural” pues la cultura incluye al completo el heterogéneo acervo humano.
Ahora bien, ¿qué merece ser conservado de todo ese acervo? Y, más importante, ¿quién decide qué se ha de conservar?
Qué merece ser ‘patrimonio’
Pues ahí radica el quid de la cuestión. Como dirían Prats y Santana “consideramos patrimonio cultural todo aquello que juzgamos digno de conservación por motivos no utilitarios”. El patrimonio se crea, se forma, se construye desde el presente (siempre desde un presente), eligiendo elementos que sean considerados significativos de la cultura (de una cultura). Los encargados de esta tarea son las instituciones sociales legitimadas para esta tarea, a través de especialistas, representantes sociales y políticos.
Aunque los criterios para la elección de elementos son muy variados, lo sustancial es que los elementos candidatos a ser incluidos en el patrimonio posean una gran capacidad simbólica para representar a la cultura, o más bien a la cultura de la cual proceden. El propio hecho de ser señalados, elegidos, como parte del patrimonio, les conferirá un nuevo valor añadido pues los consagra como símbolos metonímicos que deben su pervivencia a lo que representa y no por su uso. Es un proceso de “reliquiarización”, si se me permite el palabro, en analogía a la de conversión en reliquia religiosa de vestigios de santos.
En conclusión, el patrimonio cultural constituye una categoría conceptual, y legal, en la mayoría de Estados, construida con elementos representativos de la cultura convertidos en reliquias, a través de los que las sociedades modernas hablan de sí mismas como colectivo.
Estos elementos nos muestran la variedad de lo humano, los diferentes nosotros, al tiempo que nos señala inequívocamente la unidad de la Humanidad, el nosotros único. Por eso cualquier cosa puede ser patrimonio siempre que nos represente de alguna forma: desde las pirámides de Egipto al tango argentino; desde la Torre Eiffel al Nuad thai (masaje tailandés tradicional).
Es la herencia que decidimos conservar; las reliquias familiares que nos recuerdan de dónde venimos, cómo estamos en el mundo y, en definitiva, quienes somos a través del infinito océano del tiempo y las tempestades del cambio.